miércoles, 26 de marzo de 2014

¿Cuánto tiene que durar la homilía?


José Aldazábal, en una de sus obras dedicadas al ministerio de la homilía, comenta que el problema de la duración de la homilía es antiguo. Al parecer, Federico Guillermo I de Prusia promulgó un edicto en 1744. En él denunciaba “que los sermones se alargaban fuera de toda medida”. Por ello, resolvía “fijar un límite a tan pesadas predicaciones –una hora-, más aptas para debilitar que no para alimentar la devoción”. Quienes violasen la norma, “deberán pagar –decía- dos talers en la iglesia donde hayan pecado”. Hoy también, si atendiésemos al mandato del emperador, las arcas de las iglesias estarían llenas…   
Situémonos a la salida de algún templo o parroquia un domingo cualquiera. Se oyen diversos comentarios valorativos. Alguien exclama: “Hoy me ha gustado la homilía”. Otra persona responde prontamente: “Sí, no ha sido demasiado larga…”. Y es que, la duración de la homilía –de modo habitual excesiva-, sigue siendo un desafío pendiente para cualquier predicador. ¿Cuánto tiene que durar una homilía? ¿Hay algunos criterios que ayuden a discernir su duración?

Os propongo varios puntos para considerar:
·         Equilibrio con el resto de la celebración: el esquema fundamental de toda liturgia cristiana se compone de cuatro tiempos: tiempo de reunión (procesión de entrada, ritos iniciales, perdón), tiempo de la Palabra (lecturas, homilía, oración de los fieles), tiempo de los signos (efusión de agua, promesas matrimoniales, fracción del pan, etc.), tiempo de envío (oración final, bendición, despedida, procesión de salida). Entre ellos debería existir una proporción armónica. Ninguno de estos tiempos ha de ocupar un protagonismo excesivo respecto de los otros. ¿Cuántas veces la homilía dura 25 minutos y lo restante de la eucaristía apenas 10?

·         Economía de la atención: No hace falta discurrir mucho para reconocer que nuestra capacidad de atención es limitada. Lo sabemos por experiencia. En la obra citada al comienzo, leí los interesantes resultados de una investigación alemana sobre el tema. Señalaba que en los primeros 3 minutos el grado de atención es muy alto; los 4 siguientes baja considerablemente; vuelve a subir hacia el minuto 7 y 8. Después, la atención desciende hacia el punto 0. Esta puede ser la razón de que algunos prelados insistan en que 8 minutos es una medida estándar adecuada.

·         El corazón de la liturgia de la Palabra es la proclamación de la Escritura. Las lecturas son la voz de Dios que se dirige a los creyentes que le escuchan. La homilía es una prolongación de la Palabra, pero nunca ha de usurpar su lugar. Cuando la celebración hacía uso del latín, se imponía el parafraseo de lo leído y una homilía más larga, para que todos pudiesen entender. Hoy, dicho uso está fuera de lugar. Todos escuchamos en nuestra propia lengua.

·         Confiar en la capacidad de toda la liturgia para generar crecimiento en la vida cristiana. La liturgia se compone de múltiples elementos. Todos ellos alimentan el crecimiento del creyente. La excesiva importancia dada a la palabra es fruto del racionalismo ilustrado. Podemos creer más o menos explícitamente que lo verbal tiene más capacidad de trabajarnos por dentro que los gestos repetidos (hacer la señal de la cruz), los colores (el morado en adviento y cuaresma propone un tono afectivo), los olores (el olor del incienso o el óleo para incluir el olfato en la vida espiritual), etc. Sin embargo, la liturgia es una experiencia integral de los sentidos, no sólo auditiva. Una homilía larga mata la elocuencia de los demás elementos.

·         Circunstancias. Cada celebración tiene un contexto y una idiosincrasia particular. La celebración cotidiana de la eucaristía no demanda largas explicaciones. Una solemnidad a la que acude mucha gente, tal vez pida algo más de espacio. Recuerdo un hecho simpático ocurrido durante la misa del gallo hace ya algún tiempo. El templo estaba abarrotado, la gente acudía después de una cena copiosa en comida y alcohol. A esas horas y con el cuerpo tratando de digerir, no suelen estar los oídos muy finos. El sacerdote se estaba prolongando mucho en la homilía. Y aprovechando uno de sus silencios, se levantó un hombre algo bebido; y le gritó: “¡Padre, va siendo hora de acabar, ¿no le parece?". La gente estuvo a punto de arrancarse a aplaudir…
Estos puntos pueden recordarnos algunos aspectos para cuidar la duración de la predicación. Comentan las malas lenguas que el purgatorio de los predicadores consistirá en escuchar una por una sus propias homilías… ¡Paciencia, hermanos! Y si el sacerdote que tienes cerca sufre inflamación homilética, mándale este post y pídele que pague la multa...

jueves, 20 de marzo de 2014

Los tres apoyos de una homilía eficaz






“La preocupación por la forma de predicar es una actitud profundamente espiritual […] es un exquisito ejercicio de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad”. Estas palabras encabezan los números  finales que el Papa Francisco dedica en Evangelii Gaudium a la preparación a la homilía [156-157]. En ellos, ofrece algunos recursos pedagógicos sumamente prácticos que iluminan y concretan esa actitud de hondura. Una buena homilía –indica- debe contener “una idea, un sentimiento y una imagen”. Estos son los tres apoyos para una homilía eficaz.

      
  • Una idea: para alcanzar el propósito de la homilía (animar, exhortar, inspirar,…) necesitamos definir con claridad la idea central o el pensamiento-guía que orienta la predicación. Nos ayudará expresarla durante la preparación como una afirmación simple y declarativa. ¿Qué es lo que quieres que recuerde la asamblea una vez que se haya olvidado del resto de lo que has dicho? Habitualmente llegaremos a definir bien la idea central una vez que hayamos meditado y analizado con detenimiento los textos de la Escritura, e identificado los puntos fundamentales de los que hablan. Si al término del proceso no hemos sido capaces de delimitarla con precisión, quiere decir que aún nos queda trabajo por hacer. Es imposible hablar de todo. Una buena idea aportará claridad, coherencia y cohesión a tus palabras.
  

  • Un sentimiento: este es otro de los apoyos fundamentales. Será interesante que nos preguntemos por el clima emocional de los textos, por los sentimientos asociados a un determinado tiempo litúrgico y por la tonalidad afectiva que nos gustaría transmitir durante la homilía. Para ello, puede ayudarnos imaginar una paleta de colores o un fragmento de música, y elegir aquel que mejor represente el sentimiento predominante. Si tenemos la posibilidad de ensayar un poco antes de predicar, podemos visualizar alguna situación personal que vaya asociada a dicho sentimiento. El lenguaje corporal se encargará de transmitirlo.


  • Una imagen: este es uno de los pilares clave para la homilía. Como he comentado en otras ocasiones, el lenguaje abstracto resulta difícil de seguir en una intervención oral. Una imagen puede hacer que la predicación resulte más sugerente. A diferencia de los enunciados abstractos que se dirigen únicamente a la dimensión racional, los símbolos, las analogías, las metáforas, conectan con lo más creativo de cada uno. Poseen una gran capacidad evocadora. Las imágenes permiten “sentir y gustar” el mensaje.

Depurar la propia homilía hasta que tome una forma simple y accesible a todos, que hable al corazón de la gente, y que abra a la esperanza y oriente hacia el futuro, es un ejercicio arduo en los comienzos. Contar con estos tres apoyos puede facilitar la tarea. De otro modo, la homilía quedará coja. Con el tiempo, los elementos se van dominando y se aprende a utilizarlos mejor. Además, la propia espiritualidad de quien predica queda atravesada por el esfuerzo realizado, por los tesoros que encuentra a medida que rotura el campo donde está escondida la Palabra de Dios y por la alegría de realizar la propia misión como un servicio de amor.

Una homilía eficaz da luz.

martes, 11 de marzo de 2014

Palabras que caen como pájaros helados



¿Cuántas homilías caen como pájaros helados de un cielo invernal por el modo en que empiezan? Tenemos experiencia de la desconexión inmediata que provoca un predicador cuando su inicio es débil, desapasionado, dubitativo. Las primeras impresiones son decisivas. Un comienzo pobre generará desinterés grande e incluso frustración en la audiencia. La psicología de la atención ha estudiado con detenimiento lo que en inglés denomina  primacy y recency effects.
Es decir, en la curva de atención de una charla, un escrito, o cualquier otro tipo de comunicación, el comienzo y el final será a lo que más se presta atención y lo más recordado. En concreto, de cómo empieces tu homilía dependerá, no solo el que te sigan escuchando, sino también la confianza en ti mismo a la hora de presentarte ante los otros y de transmitir con pasión el Evangelio.

Los primeros momentos son decisivos incluso antes de pronunciar palabra alguna. Por eso, me gustaría ofrecerte algunas pistas para preparar un punto de partida atractivo.

                1. Antes de comenzar a hablar, levanta la vista y sal al encuentro de tus oyentes. En breves momentos, estarán atentos y dispuestos a regalarte su interés. Al evitar dirigir primero la atención a tus notas, estarás mostrando verdadero cuidado por aquellos que tienes delante. Lo decisivo no es lo que tienes que decir, sino cómo quieres favorecerles a través de tus palabras. La homilía, como cualquier comunicación, constituye una relación. Seamos audiocéntricos. La Palabra de Dios busca alcanzar la vida de las personas, no ser contemplada en la vitrina de un museo.

                2. En tus primeras frases, relaciona el punto central de la homilía con los intereses de la asamblea. Ello supone identificar bien durante la fase de preparación el tema del que vas a hablar –uno solo cada vez- y haber reflexionado sobre las características de tus oyentes.  Cuidamos de aquello que nos afecta directamente. Si desde el comienzo comprendemos que lo que se va a decir tiene relación con nosotros, es más probable que no desconectemos. Tengo experiencia de haber iniciado una homilía hablando de redes sociales a personas de la tercera edad. Al poco comenzó la sinfonía de bostezos… La Palabra de Dios será significativa en la medida en que establece un diálogo con quienes la escuchan, con sus circunstancias, sus preocupaciones, etc.

               3. Para captar la atención, evita hacer afirmaciones abstractas y fórmulas estereotipadas. Inicios como “las lecturas de hoy…” o “queridos hermanos –en contextos donde no quieres ni conoces bien a la gente-” matan la homilía que está a punto de nacer. El tipo de lenguaje propio de los tratados teológicos habrá que reservarlo para otros contextos. Por ejemplo, poca gente entiende hoy lo que los eruditos llaman la gracia. Tal vez sea mejor hacer referencia a ella como a las manos de Dios que trabajan en el taller de tu historia personal y en la construcción del mundo. Por tanto, mientras preparas tu homilía, leyendo los textos bíblicos, comentarios a las lecturas, etc. ten un ojo en alguno de estos seis elementos: palabras con fuerte carga emocional, anécdotas, citas de diversos autores, historias, analogías y preguntas retóricas. La Palabra de Dios quiere hacerse comprensible y significativa.  

Antes de hablar, manifiesta interés por la asamblea con tu lenguaje corporal, desde el inicio busca hacer confluir el núcleo del mensaje con los intereses reales de las personas que tienes delante y, además, utiliza algún recurso que ilustre bien aquello de lo que vas a hablar. Estos son algunos de los posibles recursos que te ayudarán a comenzar tu comentario  de la Palabra, y despertar el interés de la asamblea. Así podrás hacer de tu homilía un verdadero y cálido momento de diálogo entre Dios y su pueblo.

Como ejemplo, te dejo un vídeo donde Nick Gumbel, gran predicador de la Iglesia de Inglaterra, comienza a hablar sobre quién es Jesús. Trata de identificar estos recursos. La versión que incluyo está doblada al castellano, pero si puedes, escúchala en inglés.

 


Dialoguemos. ¿Se te ocurre algún otro modo de comenzar la predicación?

martes, 4 de marzo de 2014

El salto con pértiga y la predicación de la Palabra



Me contó un amigo que conocía a un entrenador dedicado a ayudar a los atletas a ejercitarse en el salto con pértiga. La disciplina es de las más difíciles de salto vertical. Una de sus labores fundamentales, relataba, era conseguir que los deportistas se imaginasen a sí mismos alcanzando alturas casi imposibles. Aquellos que conseguían verse realizando un salto mayor de lo que podían en ese momento, experimentaban una mejoría clara en sus marcas.

Como todo ejercicio físico y espiritual, hablar delante de una asamblea tiene un cierto parecido con la práctica del salto con pértiga. Ponerse ante otros y comunicar es difícil. Da vértigo. Para algunos supone superar una altura inimaginable, un esfuerzo sobrehumano. En cuanto te sitúas allí y te expones, salen a la luz tus debilidades como comunicador. Basta que nos grabemos en alguno de esos momentos para que percibamos rasgos propios que apenas habíamos intuido.


Si queremos mejorar en el servicio de la Palabra, necesitamos entrenamiento. No importa tanto aquello que nos sucede durante el acto mismo de comunicar, como la interpretación que damos a la situación, cómo lo afrontamos y si somos capaces de imaginarnos a nosotros mismos como buenos comunicadores del Reino.

Siempre se presentan dificultades e imprevistos, vientos con los que no cuentas, lluvias inesperadas, o un calor sofocante que hace resbalar la pértiga entre tus manos sudorosas. De pronto te das cuenta de que las palabras que habías preparado responden poco al auditorio que finalmente tienes delante; o aparece alguien en la asamblea por quien te sientes evaluado. Afloran los nervios. En ese momento, se te presenta una elección: o aprovechas la situación para entrenarte o tiras la toalla y te comunicas pobremente asustado por la exigencia inminente. Y de elegir la segunda opción, acabas diciendo que no volverás a exponerte.
Sin embargo, los retos comunicativos que aparecen en esta labor evangelizadora se pueden aprovechar para adiestrarnos. Pueden transformarse en una oportunidad para imaginarnos y ubicarnos en la mentalidad del crecimiento. Tal vez hoy no seas uno de los predicadores, profesores o catequistas más brillante y elocuente de la historia del cristianismo; pero puedes despertar tu creatividad e imaginación para ir situándote en dirección a ello. En realidad, hay factores que ya puedes ir controlando, que puedes prever y pequeños riesgos que ya puedes correr.
A base de entrenamiento, la mirada interior es capaz de ayudarte a crecer e ir modelándote como comunicador. La imagen que construyas de tu intervención decidirá de cierta forma el desarrollo real de la misma. ¿Cómo te imaginas predicando? ¿Cómo te ves hablando de Dios en los contextos en que se te pide?
A la hora de comunicarLe y en tantas otras situaciones de la vida cristiana, rescatemos la imaginación. A veces, nos aburrimos de las propuestas de nuestra fe, porque hemos escondido en el fondo del cajón la capacidad de imaginarnos. Puede ser de ayuda trabajar como los saltadores. Durante la preparación y el entrenamiento de tus intervenciones, homilías, etc. visualiza el acontecimiento, para después afrontar mejor los imprevistos y crecer. El saltador de altura que se imagina el proceso del salto –y entrena, claro- mejora progresivamente, está un paso más cerca de conseguirlo. Además, contamos con un Impulso añadido. ¡Ánimo!